jueves, 24 de septiembre de 2009

Mi primer salto

La verdad es que es difícil definir exactamente lo que me hizo querer saltar en paracaídas. Definitivamente ver la sonrisa y la cara de satisfacción de los paracaidistas que salen en televisión fue un factor determinante. Yo quería ser parte de esa raza extraña que a 200 kilómetros por hora estaban tan a gusto. Me imaginaba lo que sería salir del avión y volar con completo control. Esperaba poder subir, bajar, girar y avanzar como si fuera Superman. Tenía esa sensación de que por haber saltado iba a tener algún tipo de poder especial.
Cuando fui al curso me di cuenta que estaba totalmente alejado de la realidad y que mucho de lo que pretendía iba contra las leyes de la física, pero que lo sí se podía hacer era igual o más emocionante. Me hablaron de como sería el vuelo en la avioneta, la salida, el vuelo bajo el paracaídas y como, pase lo que pase, yo tendría el control. Cuando me enseñaron los procedimientos de emergencia sentí que estaba por hacer algo irracional; antinatural. Pasé todo el día preguntándome por qué alguien se dejaría caer desde lo alto solo por diversión. Cómo se justifica desafiar al instinto de supervivencia?
Cuando llegué a la zona de salto todo era diferente, era un mundo aparte. La gente, el aire... todo se movía en cámara lenta y yo era un espectador. Los minutos pasaban sin tocarme. En el avión estaba consciente de cada reacción de mi cuerpo ante el miedo. Como entraba y salía cada respiro, como los músculos se tensaban. Subíamos y subíamos y el momento del salto no parecía estar cerca. Veía el mundo pasar por el espacio abierto donde normalmente hay puertas y pensaba en lo lejos que me encontraba de él.

Es extraño decir que con lo largo que se me hizo el viaje, el momento de saltar llegó de repente, pero cuando el instructor me dio la señal me reconecté y todo cambió. Acelerado, con miedo y emocionado me senté en la puerta del avión. El chorro de aire que me recibió me dejó estático. A esa velocidad el aire ya no es ese gas que conozco, es una pared. Después de escuchar varias veces a mi instructor dar la orden de saltar, logré recuperar la fuerza y decirle a mi cuerpo que hiciera lo que yo quería.
Recuerdo haber saltado y luego estar volando bajo el paracaídas. Lo que pasó en el medio es un misterio. El ruido, el miedo, la preocupación... todos habían desaparecido. Estaba en el cielo, con una vista de 360° y un silencio que me envolvía. El suelo debajo de mi no pasaba de ser una fotografía, sin detalles ni texturas, solo parches de diferentes tonos de verde, el mar y las montañas.
Llegue al suelo y ya extrañaba estar arriba de nuevo. Me sentía fuerte, feliz... simplemente estaba que no cabía en mi. Me reté y gané. Acababa de conocer una parte nueva de mí.
Cuando al fin me quité el equipo y tomé un respiro, vi a mi alrededor y me di cuenta que ahora era parte de todo lo que estaba sucediendo ahí. Era un paracaidista y este era mi mundo. Ese momento de lucidez me hizo revivir todo lo que había pasado en ese día. Volvieron a mí las imágenes de la gente dándome aliento para saltar, del mar y las montañas vistas desde el avión, el silencio bajo el paracaídas y como yo ya no era el mismo que hace unos minutos. Vi a mi alrededor y lo que había eran amigos que compartían esa experiencia única conmigo.

Hoy, a casi 12 años de haber saltado por primera vez, mantengo amistad con aquellas personas y entiendo que el paracaidismo más allá de la caída, es un mundo aparte.

David Clark

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